#Calle del Arte Conceptual. Ensañamiento de Bellacas

Llegamos a la salida del metro de la avenida sin urbanizar, DENNIS OPPENHEIM. Lo primero que encontramos en el extremo del barrio es una alta torre negra terminada pero todavía sin vecinos que la habiten, DONALD JUD. A lo lejos la osamenta de cemento de una promoción de chalets abandonada se recorta limpia entre el campo de gramíneas en que se ha convertido el solar, SOL LEWIT. La avenida sur es una línea de fuga continua sin fin. Una traza abierta puntuada por alguna construcción aislada, WALTER DE MARIA. En esta avenida el taller de Estrategias de colonización vegetal  ha esparcido bolas de semillas por el suelo yermo y por los parques desiertos, ALAN SONFISH. HANS HAACKE (en persona)[1], baja del coche ante un paisaje vacío de rastrojos. Dispara desorientado alguna fotografía que permita acotar lo innombrable desde su espíritu crítico y al mismo tiempo conservar la distancia.

 

La rotundidad vacua del arte conceptual norteamericano nos llegó a través de revistas especializadas y muestras institucionales. Considerábamos entonces, que era la culminación de una modernidad perdida, de la que habíamos sido desposeídos. Admitirla como asumimos otras desocupaciones mentales y físicas, no nos permitió verlo como el exacto reflejo de la construcción de la sociedad norteamericana, asentada en el vaciamiento de las formas de vida plena. Una escapatoria o la confirmación del liberalismo bajo control social entregado al ensañamiento comercial corporativo. Nuestra modernidad bastarda acogió esta imagen y su reflejo. Un vacío y la línea de fuga de auto representación paralela con la que huye. Somos administradores de una deuda que será pagada por generaciones al haber entregado nuestro patrimonio de identidad al postor de la renuncia.

 

El metro finaliza aquí su recorrido. Nos sale al encuentro el último marco carente de palabras que tiene sin embargo una alta cotización en el mercado de los intangibles. Lo periférico liberado de su escenario deja de ser un lugar para diluirse en una impercepción. Instalados sin reconocerlo en el vaciamiento, quedamos expuestos a cualquier ocupación ajena. A merced de la nada, a disposición de todo.

Como el museo moderno, auto referencial. Falto de sensibilidades personalizadas, lleno de obras autistas ausentes de todo público que las contemple. El Ensanche de Vallecas permanece sin rastro de ciudadanos en sus calles, en sus parques sobredimensionados, en las zonas infantiles expuestas a una severa intemperie. ¿Dónde está la gente? ¿Dónde se refugia del viento ya frío del otoño?

 

Seguimos arrastrados por la inercia de la circulación de los coches. Acabamos en el centro lúdico comercial La Gavia. Nos sorprende encontrarlo lleno de seres humanos. Advertimos expectantes como los habitantes de este suburbio se comportan: Deambulan por pasillos enormes. Comen en restaurantes temáticos lowcost. Hacen cola a la espera que inicie la sesión del multicines. ¿Es éste el refugio opuesto de tanto vació?

En la traducción al catalán de la palabra gàbia que significa jaula, no puedo dejar de ver el cobijo a la intemperie como el encierro del trabajo colectivizado de la actualidad. El consumo disciplinado de bajo coste y de alto impacto. Trabajadores precarios sirviendo a consumidores precarizados.

Pedimos una bebida y compartimos una pizza.

 

Sentados entorno a la mesa Pablo, nuestro último enlace en el barrio, nos lee un artículo que acaba de describirnos donde estamos:

 

El ensanche de Vallecas es un lugar enorme con miles de casas deshabitadas y miles de metros cuadrados de arena y asfalto baldíos. En 700 hectáreas viven unas 20.000 personas, siete veces menos que en el distrito Centro de la capital, que tiene 520 hectáreas. –Es una adherencia desproporcionada en forma y tamaño–, reprueba Eduardo mangada, exconsejero socialista de Ordenación del Territorio.

–Aquí no hay vida social–, dice un vecino, que llegó al Ensanche atraído principalmente por dos cosas: un ático y un garaje que pudiera permitirse pagar. Pero en el paquete venían eso y un barrio hipotenso. –Sales a la calle y no tienes un puñetero bar, ni un quiosco, ni una cafetería–, cuenta.

Por las aceras del PAU camina poca gente. Por sus anchísimas vías circula una parte ínfima de los coches que podrían caber. Las medianas son franjas de vegetación asilvestrada o, peor aún, cúmulos de tierra y escombro que quedaron allí estancados después de las obras.

La vida en el barrio gira en torno a un gran centro comercial. Los vecinos tienen que acudir allí para realizar la mayoría de sus compras y en muchas ocasiones es este lugar de ocio:160 negocios concentrados les ofrecen comercio y diversión, un espacio privado que funciona como si fuese público. Agentes de la Policía Nacional patrullan tranquilamente por sus pasillos encerados. –Aquí la plaza del pueblo es el centro comercial– dice Josué Lozada, salvadoreño de 25 años.

La relación del PAU con el resto de su distrito, la zona antigua de Villa Vallecas, es escasa. No hay flujo entre el barrio nuevo y el viejo. Y, si lo hay, suele ser el de algún nostálgico de su antiguo barrio que pasa partes del día al otro lado de la frontera urbana, como Julián Guillén, de 50 años: –Vengo todos los días a comer donde mi madre y a estar con los amigos–, cuenta dentro de un bar de Villa Vallecas. –En los bares del PAU falta alegría”.

P.García, P. De Llano. El País. 30/10/2010


[1] Hans Haacke conocido artista conceptual, nos acompañó en el recorrido por la periferia  en la preparación de su próxima exposición en el Museu Nacional Centro de Arte Reina Sofía.